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EL INE, EFERVESCENCIA Y CLAROSCUROS.

Por Pedro Vargas Avalos.

La lucha del pueblo mexicano y mejor dicho de sus ciudadanos, por hacer que su voto cuente y se cuente bien, ha sido larga y dificultosa.

En la lejana época prehispánica, los indígenas solo recurrían al sufragio cuando de elegir un gobernante se trataba (según el caso, Tlatoani o Huey (gran) Tlatoani), pero participando en ese proceso de votación exclusivamente algunos de los más notables.

La conquista cambiaría aquel elitista sistema, pero lastimosamente su inicio fue anómalo: Hernán Cortés recurrió al voto para constituir el primer Ayuntamiento que hubo en lo que hoy es nuestra Patria (Villa Rica de la Vera Cruz, 22 de abril de 1519), pero todo estuvo manipulado por el hombre fuerte de la invasión hispana que era él. El fin era amparar su irregular situación y alentar sus desbocadas ambiciones. El sufragio y por desgracia los ayuntamientos, nacían con vicios y contrahechuras.

 

La Constitución de Cádiz de 1812 trajo un soplo renovador en lo que atañe a votos, ciudadanos, ayuntamientos y órganos de gobierno. Pero su vigencia fue muy breve, ya que el déspota Fernando VII, monarca ibérico de pésimos recuerdos lo echó abajo. Por fortuna en la vieja Nueva España (y consiguientemente en nuestra Nueva Galicia, entonces ya conocida como Intendencia de Guadalajara y hoy Jalisco) prendió la libertad y germinó la independencia en 1821. Con ello, no obstante la efímera mancha del iturbidismo, el voto de los pueblos se impuso y surgió la República Federal, los Estados libres y soberanos, ambos con su división tripartita de poderes y, como cereza del pastel, los ayuntamientos. La base de elección de unos y otros fue el voto libre y secreto, aunque eso sí, con limitaciones como  el domicilio, saber leer y escribir, gozar de buenos antecedentes, poseer determinada edad y a veces, tener cierta capacidad económica.

Durante todo el siglo XIX, con algunas variaciones, ese sistema imperó, implementando los comicios el gobierno y por tanto, dejando mucho que desear: en su limpieza al organizarlos y aún más en su credibilidad al computar  resultados. Esto hizo que hubiese inconformidad ciudadana, la cual fue  creciendo hasta que estalló la Revolución maderista (1910), con el lema de “Sufragio Efectivo. No reelección” pregonado por el apóstol Francisco I. Madero. El viejo dictador Díaz dimitió y en comicios de genuina democracia, en 1911 el pueblo jubilosamente eligió Presidente de la República el señor Madero.

Pero los votos seguían constreñidos por los principios de la Constitución de 1857, así que urgió  se reformara esa Carta Política y en los hechos, se generó nueva Constitución Política por el Congreso Constituyente de Querétaro, que arrancando en 1916, culminó en 1917. El sufragio ahora sí sería universal y secreto, con mínimos cuanto necesarios requisitos de ciudadanía. Sin embargo, la organización de los procesos electorales los siguió tutelando el gobierno, (por medio de Juntas Empadronadoras, Computadoras, Colegios Electorales o Comisiones Federales) por lo que sobrevivieron los negros antecedentes del manoseo de urnas,  conteo tramposo, y por tanto, resultados parciales y en consecuencia, ilegítimos. 

Tras los episodios de  1946 y 1953 en que la mujer adquirió derechos de sufragio, y entre otros movimientos (estudiantil de 1968 y  la Corriente Democrática en 1987), por fin se creó el Instituto Federal Electoral (1990) y tras difícil tránsito, se logró sacudir al poder Ejecutivo (que vía el Secretario de Gobernación, lo presidía) para ser realmente autónomo en 1996.

Ahora sí, siendo organismo ciudadano y libre, podría transparentar las elecciones, recuperar la confianza y credibilidad, promover la participación de los mexicanos en los procesos democráticos y asegurar la equidad y orden en las campañas políticas para elegir legisladores y gobernantes. Los Estados legislarían en sus ámbitos de competencia para lograr esos mismos objetivos en su jurisdicción. Todo parecía que por fin lo político-electoral marcharía como miel sobre hojuelas.

Pero de nueva cuenta el diablo se entrometió: los partidos políticos, que viven alejados de los intereses populares, se adueñaron del IFE y se repartieron como pastel al organismo, otorgándose cuotas y danto al traste con la transparencia, equidad y confianza: el resultado fueron las tramposas elecciones federales de 2006, de pésimo recuerdo y luego, para acabarla de amolar, en 2014, en contundente estacazo centralista, la partidocracia que  señoreaba  la vida nacional aliada al putrefacto gobierno peñanietista, transformaron al IFE en Instituto Nacional Electoral, que es el hoy INE. Los gobiernos estatales ni pío dijeron ante ese zarpazo antifederalista, con lo que confirmaron su agachonismo desvergonzado.

En el INE actual priva la omnisciencia (ellos interpretan la ley a su gusto y modo, como cuando reeligen al Secretario Ejecutivo, antes de tiempo y en segunda vez, que está prohibida); los grandes sueldos (mayores que el presidente de la república, contraviniendo la Constitución), el derroche administrativo (menospreciando al presupuesto de egresos federal) y hacen gala de insolente alejamiento del pueblo (como cuando el presidente del INE y su Secretario Ejecutivo se mofaron de los indígenas), todo lo cual lo hace aparecer como una ínsula en nuestro sistema jurídico-político.

Ahora está en efervescencia por la elección de cuatro Consejeros que han de iniciar el 4 de abril; al respecto existen muchos claroscuros. Los partidos políticos vencidos avasallantemente en los comicios pasados, exigen lo que en su tiempo no concedieron: que el nombramiento de esos funcionarios sea imparcial, transparente, apartidista, etc., etc., lo cual ellos en su momento lo resolvieron con el sistema impúdico de cuotas: tantos para el PRI, tantos para el PAN y de consolación para los vociferantes perredistas, uno. A  los demás ni los veían ni los oían.

Preguntados los ciudadanos, en varias encuestas, manifiestan que muy poco saben del INE y que eso sí, confianza no le tienen. El presidente del árbitro electoral, Lorenzo Córdova, olvidando el adagio de “dime que presumes y te diré que careces”, pide que quienes resulten nombrados sean los más aptos, a efecto de salvaguardar comicios limpios en condiciones de equidad y certeza. Ojalá así sea, para bien de la democracia y de los mexicanos.

 

 

 

 

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